¿Pueden realmente los seguros ser una herramienta de solidaridad? Para nosotros, la respuesta es sencilla: pueden y deben serlo. Pero la solidaridad no puede depender solo del altruismo individual. Hablar de solidaridad solo tiene sentido si se incorpora como valor fundamental en nuestra actividad social, económica y política.

La industria financiera —y los seguros son una de sus expresiones— dispone de recursos para visibilizar de manera continuada y evidente su vocación solidaria, con programas de voluntariado social, mecanismos de conciliación, patrocinio de causas nobles, múltiples convocatorias de «premios solidarios»…  No se puede negar que todas estas iniciativas tienen un impacto positivo: comedores sociales, programas de movilidad, acompañamiento a personas mayores y menores en riesgo, rehabilitación, proyectos de cooperación al desarrollo, investigación y muchos otros proyectos más.

Ciertamente, las prácticas «solidarias» no son exclusivas de la industria financiera, pero pocos sectores económicos han utilizado esta fórmula tan descaradamente y con finalidades tan diversas, ya sea para diferenciar un producto, captar a clientes sensibles o mejorar la confianza de los grupos de interés y, sobre todo, para hacer visible una supuesta misión social.

Pero ¿cómo compatibilizar esta dimensión social con un sector que funciona a base de privatizar el beneficio y socializar las pérdidas provocadas por su voracidad? Los mercados financieros han desarrollado mecanismos para desentenderse de lo público, del interés colectivo: desregulación del sector, contabilidad opaca, evasión fiscal…

Es evidente que, a pesar de los premios solidarios, la obra social y los programas de voluntariado corporativo, los índices de desigualdad siguen en aumento. En el Estado español, entre 2004 y 2015 el índice AROPE de pobreza ha crecido un 14,40 %, y el índice de Gini, que mide la desigualdad de renta, ha incrementado un 11,60 %.

Cuando la solidaridad se reduce a una opción individual motivada por la generosidad, la realidad es implacable: no basta con granitos de arena.

Si dejamos la redistribución de la riqueza en manos de las corporaciones financieras, tendremos un grave problema. La cohesión social seguirá dependiendo de la voluntad de unos cuantos y no de la acción colectiva. De esta manera tenemos la conciencia limpia, pero nos olvidamos de que las relaciones sociales son un sistema en el cual todas somos protagonistas y corresponsables.

Es hora de cambiar el paradigma de la solidaridad: hay que superar las prácticas puntuales y entender que la solidaridad es un valor y una norma social. Solo de este modo conseguiremos reapropiarnos de las herramientas para construir una sociedad más justa y sostenible.

Esta es la lógica original de los seguros: la comunidad acumula recursos para ayudar a sus miembros que sufren una pérdida. Se trata del espíritu de la mutualidad. Visto de este modo, los seguros son una herramienta social que solo es solidaria cuando está arraigada en una comunidad y prioriza lo colectivo por encima de las ganancias individuales.

Los seguros —y el sistema financiero en su conjunto— se configuran así como un derecho de los miembros de la comunidad y como un mecanismo de cohesión social. En una sociedad justa y del progreso, no se limita el acceso a los medios necesarios para desarrollar proyectos vitales o económicos.

He aquí el reto. Debemos imaginar unos seguros que se fundamenten en los principios de las finanzas éticas, integrados en una economía social y solidaria y al servicio de las personas y las comunidades.

Necesitamos un sistema financiero que integre banca, crédito y seguros, comprometido con una visión más justa, más solidaria y más humana con la sociedad. Y lo necesitamos con urgencia.